miércoles, 23 de noviembre de 2011

Gustave Flaubert: Bouvard y Pécuchet (1880)

No sé por donde empezar a hablar de este libro que no termina. Cuando llego a la línea que dice «Aquí se interrumpe el manuscrito de Gustave Flaubert», paso varias horas buscando en internet, pero no porque necesite saber, solo porque necesito seguir dentro del mundo de estos tres tres personajes.
Literariamente, por encima del humor, de las aventuras de la nada que producen este par de locos, más acá de la construcción de arquetipos, me ha interesado el uso del tiempo, cómo funciona y se desenrolla dentro de la trama.
El tiempo carece de importancia para todo, de tal forma que percibes su ausencia. Tal vez se trate de que el abandono del realismo por parte de Flaubert es decidido, pero no es solo por eso: su maestría a la hora de narrar consigue anularlo haciéndolo subjetivo. Crea para sus propósitos una narración en la que subyace de manera alegórica la subjetividad del tiempo. No usas elipsis como en La educación sentimental o el la Bovary, nos hace sentir desde dentro de los personajes, mirar desde su óptica. No es el paso de los protagonistas por una educación formada, sino la mirada de los que no le dan importancia a ese tiempo y lo extienden dentro de sí mismos con la actividad: el campo, la jardinería, la medicina, la lectura de la gran filosofía, la botánica. El saber humano. El mundo, el tiempo, se ensancha con el conocimiento: el saber expande nuestro tiempo, entiendo al leer, y creo que eso es lo que nos ha querido enseñar Flaubert.
Luego está el anecdotario. Buscar en la red qué final planeó para sus personajes. Pero eso me da igual. No necesito tener ese apartado final que ojeé una vez en una biblioteca, el plan de Flaubert, pero lo buscaré el lunes, solo porque soy contradictorio, débil.
Díaz San Miguel hablaba en su primera novela de esas novelas no terminadas. Si hubiera leído Bouvard y Pécuchet en vez de hablar de oídas, el capítulo, la idea que torpemente transmite habría adquirido otro peso. Tal vez habría hablado de estos trabajos de amor perdidos, habría hablado de eso que tanto le gusta a él, la importancia del ímpetu frente a la indiferencia de los resultados.
Y de eso trata la novela final de Flaubert: Lo importante es trabajar, como hacen aquí los dos personajes que  en principio solo crean caos hasta que sin darse cuenta se llenan de todo ese caos y empiezan a comprender y comprender se subraya.
A Báez le hubiera divertido encontrar aquí a un Pécuchet que como los personajes de su historia lucha por permanecer marcando el yeso de la chimenea con su nombre antes de dejar París. Pero Báez es un personaje lleno de fuerza, potencia sin acto al que tal vez le hubiera entristecido verse comparado con Pécuchet o Boubard. Pero en realidad ellos son el modelo, el obstinado burro flautista que hay en todo creador: nadie espera a haberlo visto todo, a probarlo todo para probar suerte, la suerte los encontrará en el camino o fracasarán y lo intentarán otra vez. Nos esos otros que como en El Burro y la Flauta de Monterroso se separan «presurosos, avergonzados de lo mejor que el uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.» Son sísifos sin memoria que, en las vacaciones, echarán de menos su piedra. Ese es el escritor verdadero, supongo yo.

   

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